Vivimos en una época en la cual, más que en otras, existe la inquietud por el bienestar humano y planetario. Esta tendencia se manifiesta desde diferentes ámbitos: en la medicina, en la alimentación, en la agricultura, en las psicoterapias, en la educación, etc., e incipientemente en la arquitectura.
La arquitectura comienza también a querer formar parte de esta conciencia, diseñando y construyendo en contacto más estrecho con la tierra y con nosotros mismos.
Si pensamos en el universo como una serie de fenómenos interconectados, entonces cada una de nuestras acciones, aún la más pequeña, repercute en lo demás. De la misma forma, la construcción de un edificio resulta una interrelación con el entorno y con el ser humano.
Tradicionalmente un edificio se concibe de acuerdo a una función, una técnica y a ciertos preceptos estéticos. Se inserta el objeto en un determinado contexto, algunas veces teniéndolo en cuenta y la mayoría de ellas como algo autónomo, sin ningún lazo.
La física cuántica ha demostrado cómo la visión mecanicista del mundo y las especializaciones inconexas de la ciencia moderna son destructivas. Pensar cada unidad aislada de la otra nos lleva a la fragmentación que existe en todos los ordenes de la vida. Si por el contrario consideramos nuestro modo de vida y el entorno en que vivimos como una parte global del ecosistema, ya no sólo los humanos, sino los humanos junto con las plantas, los animales, etc., veremos que somos parte de toda una red entrelazada de diferentes ecosistemas, interactivos, interdependientes, regenerativos y sostenibles.
Todos los procesos que se encuentran involucrados en ellos son parte de un eco ciclo, en el cual los deshechos de un componente se convierten en materia prima para el siguiente; ciclos que a su vez se conectan con los ciclos globales de la energía, el aire y el agua. Se trata de una intrincada red, donde todo ser de la naturaleza está interrelacionado: un cambio en una parte puede afectar al sistema en cualquier lugar, incluso a la distancia.
Tomar verdadera conciencia de que somos parte de un ecosistema general y que cada acción y pensamiento nuestro repercute en el afuera, nos hace responsables en nuestro accionar hacia nosotros mismos, hacia los otros y hacia el planeta.
Pensar en una arquitectura profundamente ecológica, es pensar el edificio como un organismo vivo interactuando en un determinado ecosistema. Por ejemplo: una persona ingiere alimentos y elimina sus desechos, inhala oxigeno y exhala anhídrido carbónico. Si entendemos a la arquitectura como un organismo vivo, vemos que: necesita materiales para su construcción que generan un impacto ambiental; consume agua y elimina aguas grises y negras; toma aire exterior y despide aire viciado; necesita energía: eléctrica, gas, carbón, leña y petróleo, y elimina calor, radiación electromagnética, ruido y contaminación. Estos son los componentes del ciclo energético de una casa. Evaluar el impacto de cada uno de ellos y diseñarla de tal modo que los ciclos se autorregulen en armonía con los ciclos de la naturaleza, es nuestro desafío.
Al igual que la medicina integral que pone el énfasis en equilibrar todo el cuerpo, en lugar de curar los síntomas, pensamos que un edificio tiene que ser parte de esta misma propuesta, generando una nueva visión arquitectónica.
¿Qué es entonces una arquitectura ecológica?
Es aquella que establece una interrelación armoniosa con la Naturaleza y con el Hombre.
Con la Naturaleza:
– Integrándose al ecosistema local: haciendo uso de los materiales y técnicas locales y aprovechando todas las condiciones favorables del clima y la geografía para lograr confort en forma natural.
– Ahorrando energía: haciendo uso de energías renovables y cuando sea necesario recurrir a las no renovables, en la forma que implique menos derroche.
– Reciclando los excedentes: para que el edificio cierre su ciclo, no en forma lineal sino circular (previamente adoptando una forma de vida para que dichos excedentes sean los mínimos).
– Construyendo con materiales con baja “energía incorporada”: con esto nos referimos a un valor, de referencia, que se le asigna a un determinado producto. Este valor nos demuestra cuánta energía “incorpora” en el proceso de extracción, procesamiento, manufacturación y transporte. Las sociedades industriales han creado justamente una extensa red de canales, donde cada proceso es autónomo uno del otro. A esto se lo llama desarrollo. Sin embargo es un modo de producción altamente contaminante y de un tremendo derroche de energía. Cada vez somos más ajenos de todo el proceso que recibió ese producto terminado que recibimos en casa, poco podemos saber de su calidad, y de las implicancias de cada una de sus etapas.
Tener en cuenta estos cuatro ítems: integración al ecosistema local, ahorro de energía, reciclar los excedentes y energía incorporada a los materiales, nos lleva a un enfoque ecológico profundo hacia la naturaleza.
Con el Hombre:
La nueva relación con el ser humano es pensar al edificio no sólo como respuesta a una función y a una estética particular, sino que además sea un hábitat tanto para la salud del cuerpo como para el espíritu.
Hablamos ahora de una arquitectura en relación armoniosa con el hombre. Una construcción pensada como un organismo vivo que respeta las leyes naturales, será por ende un edificio sano para el hombre. Lo mismo sucede cuando cultivamos vegetales en forma orgánica, no sólo estamos respetando a la Tierra sino que no intoxicamos nuestro cuerpo con productos químicos.
Un edificio sano es aquel que está libre de elementos tóxicos, y además es flexible y posee los recursos necesarios para responder a las agresiones como a las oportunidades. Del mismo modo que un cuerpo saludable es el que está ausente de enfermedades y también es dinámico, tiene vitalidad.
Tomemos por ejemplo un muro, por un lado es el límite del afuera y del adentro, y por el otro, regula la humedad, la evaporación, el paso del calor y del frío: es un elemento vivo, que “respira”.
Si nuestra segunda piel son las ropas con que nos cubrimos, la tercera son estos muros. Y así como elegimos telas y lanas naturales, libres de sintéticos, de la misma forma, al construir esta tercera piel con materiales naturales porosos, sin productos sintéticos o químicos, otorgamos a nuestro hábitat una calidad superior: un clima sano y “vivo”.
Uno de los grandes problemas actualmente en la construcción es la cantidad de productos tóxicos que se utilizan: formaldehídos, pegamentos, pinturas sintéticas, espumas aislantes, materiales plásticos, barreras de vapor, son algunos de los que despiden al ambiente vapores nocivos a nuestra salud. Esto se agrava con los edificios herméticos debido a los sistemas mecánicos de acondicionamiento del aire y
las superficies y aberturas cada vez más impermeables. Estos gases y vapores quedan concentrados en el ambiente provocando a largo plazo enfermedades como alergias e infecciones en sus habitantes.
Una arquitectura para el espíritu crea belleza a través de espacios, formas, luces, texturas, colores, sonidos y aromas, en íntima relación con las personas que habitan el edificio y las funciones que desarrollen, para hacerlos participes de un espacio gratificante.
La belleza es de enorme poder curativo. Rodearnos de un entorno hermoso, en unión con la naturaleza, crea en nosotros un tipo de vivencia ‘vivificadora”, al contrario de lo que podemos sentir en uno de los típicos edificios anónimos, en los cuales la mayoría de nosotros nos hemos acostumbrado a vivir.
Pensar así nuestro hábitat es parte de una propuesta global, de vivir una vida en armonía con la Tierra, en estrecha relación con la Naturaleza, en la búsqueda de una mayor salud personal y planetaria.
“Cuando tenemos presente nuestra conexión con la tierra, con el ciclo, con la vida, nos energizamos y nos sentimos parte de todo cuanto nos rodea”
(Margo Adair).
Fuente: http://www.ecoportal.net